Portada
Nombre del alumno: Erick David Uriel Ortega Castro
Nombre de la Maestra: Olga Marisa Durán González
Nombre de la Materia: Lectura, Expresión Oral y Escrita 1
Nombre del Trabajo 1.er parcial
Cuento (ensayó)
Grado y Grupo: 1°N
22 de septiembre del 2017
GLOSARIO
(Palabra que no entendi)
Granel: producto que se vende a granel: es un producto,su bodega sigue dedicando la mayor parte de producción de granel.
Cauterizar: curar las heridas o algunas enfermedades aplicando el cauterio.
Infligir: Causar o producir daño.
Bert seller: obra literaria de éxito de ventanas más popular en aquellos años.
Artilugio: Mecanismo ,máquina o aparato ,especialmente el de manejo complicado o el que tiene una función que no se percibe fácilmente o se desconoce.
Tiesto: Recipiente, Generalmente de barro conocido y más ancho por la boca que por el fondo ,que se utiliza, lleno de tierra, para cultivar plantas, sinónimo (maceta).
Fibroso: De la fibra o que tiene sus características: un tejido conjuntivo fibroso.
Solemne: (acto, ceremonial) que se celebra con pompa o formalismo extraordinarios.
Porro: (persona) que tiene dificultad para realizar cierta cosa con cuidado o habilidad o comprender una cosa, sinónimo (Torpe)
Desasosegar: hacer que una persona se sienta desasosiego, ejemplo (racismo).
EL MUNDO
Juan José Millás
Mi padre tenía un taller de aparatos de electromedicina. Los reparaba, los
inventaba, los deducía de publicaciones norteamericanas. No sabía inglés, pero
era capaz de interpretar un esquema, un plano o un circuito con la facilidad con
la que otros leen un síntoma. Por su taller pasaron aparatos de rayos X y
pulmones de acero con los que mis hermanos y yo jugábamos, no siempre a los
médicos. Entre los ingenios que más me impresionaron, recuerdo un aspirador
de sangre perteneciente a la época anterior al bisturí eléctrico, cuando las
heridas abiertas por el cirujano se inundaban, impidiendo la visión del órgano a
operar. El aspirador dejaba la herida limpia en cuestión de segundos. La sangre
se recogía en un recipiente de cristal de boca ancha, como los de las aceitunas a
granel; probablemente fuera un frasco de aceitunas, pues en casa no se tiraba
nada. Los tapones de los tubos de la pasta de dientes servían, por ejemplo,
como mandos para los aparatos de radio. Más tarde, con la aparición del bisturí
eléctrico, que cauterizaba la herida al tiempo de infligirla, los aspiradores, creo,
pasaron a la historia.
Mi padre presumía de haber sido el primero en fabricar un bisturí eléctrico
en España, aunque seguramente tomó la idea de una publicación extranjera.
Recuerdo haberle visto inclinado sobre la mesa del taller, efectuando cortes en
un filete de vaca, asombrado por la precisión y la limpieza del tajo. No olvidaré
nunca el momento en el que se volvió hacia mí, que le observaba un poco
asustado, para pronunciar aquella frase fundacional:
—Fíjate, Juanjo, cauteriza la herida en el momento mismo de producirla.
Cuando escribo a mano, sobre un cuaderno, como ahora, creo que me
parezco un poco a mi padre en el acto de probar el bisturí eléctrico, pues la
escritura abre y cauteriza al mismo tiempo las heridas.
Mamá no tardaría en prohibirle desperdiciar los filetes de carne en aquellos
ensayos. Empezó a trabajar entonces sobre rodajas de patatas, pero se cansó en
seguida. Nada como la textura de la carne, excepto, añado yo, la textura de la
página.
Otro ingenio con el que alcanzó cierta celebridad fue el electroshock
portátil, un aparato del tamaño de un bestseller con varios compartimientos, en
uno de los cuales se guardaban los electrodos. Solía contar que un día, hablando
en el jardín de un manicomio con su director, un loco lo reconoció como el proveedor de aquellos artilugios y le arrojó desde una ventana un tiesto que le
rozó un hombro. El electroshock estuvo muy cuestionado en los años setenta
del pasado siglo, pero creo que ha vuelto. En algún sitio he leído que Cabrera
Infante, que era bipolar, pidió en alguna ocasión que se lo aplicaran.
Mi padre pasó sus últimos días en una residencia de ancianos adonde yo
iba a verlo, no con mucha frecuencia pero sí de un modo regular. Se había
vuelto bulímico, de manera que solía acercarme a la residencia sobre el
mediodía, para invitarle a almorzar, y lo volvía a dejar a la hora de comer. De
esta forma, los días que iba a verle comía dos veces, pero podría haberlo hecho
tres o cuatro. Era insaciable. Y no estaba gordo. Fue siempre un hombre fibroso,
menudo, ágil, incluso a los ochenta años (murió a los ochenta y dos). Solía
llevarle a un Kentucky Fried Chicken, esa cadena de pollos fritos fundada por
un coronel norteamericano al que mi padre adoraba por militar, por inventor y
por haberse hecho rico gracias a una receta cuyos ingredientes, según me
explicaba con admiración, eran secretos, como los de la coca cola.
Durante aquellas comidas me hablaba con frecuencia de los beneficios del
electroshock y me contaba sus primeras experiencias con el aparato, que habían
resultado desalentadoras. Me pareció entender que pudo llevarlas a cabo
gracias a un médico de Valencia, un psiquiatra que le prestaba a los locos para
que experimentara con ellos. Nunca lo expresó de un modo claro, pero daba la
impresión de que se refería a esa época con sentimiento de culpa.
—El problema —decía— es que al principio aplicábamos a los locos
corriente alterna. La corriente alterna cambiaba de dirección constantemente y
dejaba el cerebro hecho polvo. Entonces, se me ocurrió que había que aplicarles
corriente continua. La corriente continua es como un brisa que sopla siempre en
la misma dirección, peinando, sin dañarlo, un campo de trigo.
Al decir lo del campo de trigo, hacía con la mano un gesto solemne. Parecía
que estaba viendo las espigas (o las neuronas) inclinarse suavemente frente a la
caricia del aire (o de la electricidad).
Cuando lo devolvía a la residencia, yo cogía el coche y regresaba a Iberia,
donde entonces me ganaba la vida. Me metía en mi despacho, que era un
cubículo con forma de ataúd, me hacía un porro y me perdía en ensoñaciones
hasta que la gente volvía de comer. Recuerdo haber llorado un par de veces
porque en aquella época estaba flojo, deprimido, y la obsesión de aquel hombre
con el electroshock y el pollo frito me desasosegaba.
El taller de mi padre estaba situado en la parte de atrás de la casa, separado
de ésta por un patio de cemento. La parte de delante daba a una especie de
jardín comunicado con el patio de atrás por un callejón sombrío en el que crecía
un árbol con la corteza negra. El taller tenía cuatro dependencias dispuestas en
batería, dos de las cuales se utilizaban como almacén de material. La casa, por
su parte, tenía dos pisos y un desván.
Nombre del alumno: Erick David Uriel Ortega Castro
Nombre de la Maestra: Olga Marisa Durán González
Nombre de la Materia: Lectura, Expresión Oral y Escrita 1
Nombre del Trabajo 1.er parcial
Cuento (ensayó)
Grado y Grupo: 1°N
22 de septiembre del 2017
GLOSARIO
(Palabra que no entendi)
Granel: producto que se vende a granel: es un producto,su bodega sigue dedicando la mayor parte de producción de granel.
Cauterizar: curar las heridas o algunas enfermedades aplicando el cauterio.
Infligir: Causar o producir daño.
Bert seller: obra literaria de éxito de ventanas más popular en aquellos años.
Artilugio: Mecanismo ,máquina o aparato ,especialmente el de manejo complicado o el que tiene una función que no se percibe fácilmente o se desconoce.
Tiesto: Recipiente, Generalmente de barro conocido y más ancho por la boca que por el fondo ,que se utiliza, lleno de tierra, para cultivar plantas, sinónimo (maceta).
Fibroso: De la fibra o que tiene sus características: un tejido conjuntivo fibroso.
Solemne: (acto, ceremonial) que se celebra con pompa o formalismo extraordinarios.
Porro: (persona) que tiene dificultad para realizar cierta cosa con cuidado o habilidad o comprender una cosa, sinónimo (Torpe)
Desasosegar: hacer que una persona se sienta desasosiego, ejemplo (racismo).
EL MUNDO
Juan José Millás
Mi padre tenía un taller de aparatos de electromedicina. Los reparaba, los
inventaba, los deducía de publicaciones norteamericanas. No sabía inglés, pero
era capaz de interpretar un esquema, un plano o un circuito con la facilidad con
la que otros leen un síntoma. Por su taller pasaron aparatos de rayos X y
pulmones de acero con los que mis hermanos y yo jugábamos, no siempre a los
médicos. Entre los ingenios que más me impresionaron, recuerdo un aspirador
de sangre perteneciente a la época anterior al bisturí eléctrico, cuando las
heridas abiertas por el cirujano se inundaban, impidiendo la visión del órgano a
operar. El aspirador dejaba la herida limpia en cuestión de segundos. La sangre
se recogía en un recipiente de cristal de boca ancha, como los de las aceitunas a
granel; probablemente fuera un frasco de aceitunas, pues en casa no se tiraba
nada. Los tapones de los tubos de la pasta de dientes servían, por ejemplo,
como mandos para los aparatos de radio. Más tarde, con la aparición del bisturí
eléctrico, que cauterizaba la herida al tiempo de infligirla, los aspiradores, creo,
pasaron a la historia.
Mi padre presumía de haber sido el primero en fabricar un bisturí eléctrico
en España, aunque seguramente tomó la idea de una publicación extranjera.
Recuerdo haberle visto inclinado sobre la mesa del taller, efectuando cortes en
un filete de vaca, asombrado por la precisión y la limpieza del tajo. No olvidaré
nunca el momento en el que se volvió hacia mí, que le observaba un poco
asustado, para pronunciar aquella frase fundacional:
—Fíjate, Juanjo, cauteriza la herida en el momento mismo de producirla.
Cuando escribo a mano, sobre un cuaderno, como ahora, creo que me
parezco un poco a mi padre en el acto de probar el bisturí eléctrico, pues la
escritura abre y cauteriza al mismo tiempo las heridas.
Mamá no tardaría en prohibirle desperdiciar los filetes de carne en aquellos
ensayos. Empezó a trabajar entonces sobre rodajas de patatas, pero se cansó en
seguida. Nada como la textura de la carne, excepto, añado yo, la textura de la
página.
Otro ingenio con el que alcanzó cierta celebridad fue el electroshock
portátil, un aparato del tamaño de un bestseller con varios compartimientos, en
uno de los cuales se guardaban los electrodos. Solía contar que un día, hablando
en el jardín de un manicomio con su director, un loco lo reconoció como el proveedor de aquellos artilugios y le arrojó desde una ventana un tiesto que le
rozó un hombro. El electroshock estuvo muy cuestionado en los años setenta
del pasado siglo, pero creo que ha vuelto. En algún sitio he leído que Cabrera
Infante, que era bipolar, pidió en alguna ocasión que se lo aplicaran.
Mi padre pasó sus últimos días en una residencia de ancianos adonde yo
iba a verlo, no con mucha frecuencia pero sí de un modo regular. Se había
vuelto bulímico, de manera que solía acercarme a la residencia sobre el
mediodía, para invitarle a almorzar, y lo volvía a dejar a la hora de comer. De
esta forma, los días que iba a verle comía dos veces, pero podría haberlo hecho
tres o cuatro. Era insaciable. Y no estaba gordo. Fue siempre un hombre fibroso,
menudo, ágil, incluso a los ochenta años (murió a los ochenta y dos). Solía
llevarle a un Kentucky Fried Chicken, esa cadena de pollos fritos fundada por
un coronel norteamericano al que mi padre adoraba por militar, por inventor y
por haberse hecho rico gracias a una receta cuyos ingredientes, según me
explicaba con admiración, eran secretos, como los de la coca cola.
Durante aquellas comidas me hablaba con frecuencia de los beneficios del
electroshock y me contaba sus primeras experiencias con el aparato, que habían
resultado desalentadoras. Me pareció entender que pudo llevarlas a cabo
gracias a un médico de Valencia, un psiquiatra que le prestaba a los locos para
que experimentara con ellos. Nunca lo expresó de un modo claro, pero daba la
impresión de que se refería a esa época con sentimiento de culpa.
—El problema —decía— es que al principio aplicábamos a los locos
corriente alterna. La corriente alterna cambiaba de dirección constantemente y
dejaba el cerebro hecho polvo. Entonces, se me ocurrió que había que aplicarles
corriente continua. La corriente continua es como un brisa que sopla siempre en
la misma dirección, peinando, sin dañarlo, un campo de trigo.
Al decir lo del campo de trigo, hacía con la mano un gesto solemne. Parecía
que estaba viendo las espigas (o las neuronas) inclinarse suavemente frente a la
caricia del aire (o de la electricidad).
Cuando lo devolvía a la residencia, yo cogía el coche y regresaba a Iberia,
donde entonces me ganaba la vida. Me metía en mi despacho, que era un
cubículo con forma de ataúd, me hacía un porro y me perdía en ensoñaciones
hasta que la gente volvía de comer. Recuerdo haber llorado un par de veces
porque en aquella época estaba flojo, deprimido, y la obsesión de aquel hombre
con el electroshock y el pollo frito me desasosegaba.
El taller de mi padre estaba situado en la parte de atrás de la casa, separado
de ésta por un patio de cemento. La parte de delante daba a una especie de
jardín comunicado con el patio de atrás por un callejón sombrío en el que crecía
un árbol con la corteza negra. El taller tenía cuatro dependencias dispuestas en
batería, dos de las cuales se utilizaban como almacén de material. La casa, por
su parte, tenía dos pisos y un desván.
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